sábado, 30 de octubre de 2010

¡Ayuda!

El despertador acaba de sonar así que me remuevo entre las sábanas. Decido dejarme llevar por la pereza y sin regusto trato de seguir durmiendo. Vuelve a sonar el despertador. Finalmente abro los ojos y me incorporo con trabajo. Sentado en el filo de la cama aspiro hondo y apoyo la cabeza en mis manos mientras la froto apretando. Una mirada dormida se encuentra con unos pies desnudos; muevo los dedos sabiendo que son míos. La habitación está oscura, pero no abro las cortinas. Con la misma desgana llego al baño. Me miro en el espejo y revuelvo mi pelo. Acercándome más veo legañas. Las dejo estar y me siento en la tapadera del water. Hace días que este silencio de la mañana me mata. Enciendo la radio. La misma voz de todos los días habla; después de cuatro frases, ya he dejado de escuchar. Pienso ¿me afeito? y, antes de encontrar la respuesta en el techo, me invade otra idea: hoy tampoco haré nada especial. Acariciándome la barba, la busco en el espejo, pero no la veo. He debido abrir el agua caliente mientras tomaba una decisión. Me entran ganas de escribir unas letras con el dedo. Lo apoyo sin fuerza y comienzo un trazo. Al acabar, siento que no quiero pensar en lo que he escrito.

NOTA:
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martes, 31 de agosto de 2010

La carta.

Para cuando la manecilla corta del reloj había completado dos vueltas, la mirada de Mateo seguía perdida en un punto no demasiado lejano de su propio cuerpo. Concretamente, a un metro ochenta de distancia, que era lo que mediaba entre el extemo de su mesa y la pared de enfrente, y la misma que entre sus pies y su cabeza sin sombrero. Cuando abría...


... continuará.

sábado, 28 de agosto de 2010

El botín.

La calle seguía oscura mientras me cerraba el abrigo. Bajé las escaleras, cogí las llaves y cerré la puerta. Me abrí camino por el frío hasta la parada. En el primer autobús que pasó subí, sin indagar su itinerario, como otros tantos días. Me senté detrás de los dos únicos asientos ocupados y al pasar miré a las mujeres que los ocupaban; tenían su cabeza girada hacia la ventanilla y por el reflejo del cristal supe que ellas también me miraban. No las conocía así que me acomodé tranquilo. Tosí y abrí mi libro como el que va a leer. Cuatro paradas después ya había gente viajando de pie. Estuve atento a todos los movimientos. La última en subir fue una anciana que se fue abriendo paso con ayuda. Cuando llegó a mi altura, al que venía sentado a mi lado le dí en la rodilla con la mía y, aunque me miró receloso, ladeé mi cabeza hacia la mujer para advertirle y acabó cediéndole su asiento, aunque no sin cierta desgana. Entonces sonreí tan amplia como amigablemente pude y, mientras se acomodaba, me ofrecí a sujetarle su bolso, que al tacto parecía de piel y que en una ojeada rápida pude comprobar que tenía tres cremalleras muy accesibles y que por lo demás, no dejaba de ser un bolso vulgar. La mujer respiraba con resuello así que esperé un minuto antes de devolvérselo. Me contó que iba a ver a un hijo a prisión. Por poca cosa, hurto -dijo- pura necesidad, por sus niños. Iba a verle una vez al mes. Es un padre ejemplar, -repetía por segunda vez-. Le llevo tabaco, chocolate y algún dinero -y apretaba el bolso mientras me lo contaba. No era gran amigo de intimidar en estos casos, pero terminé contándole, creo, que llevaba dos años buscando empleo y tres, o tal vez dije cuatro, sin pagar la pensión de mis hijos a mi exmujer y, en cierto modo-le dije- entiendo de las dificultades de la vida. No sé qué otras cosas más hablé hasta que por fin la mujer hizo un ademán y adiviné su intención de bajar. La miré, callé y no me levanté para ayudarle. Bajé en la siguiente parada. Hacía tanto frío que entré en una cafetería abarrotada de hombres rudos que hablaban y fumaban de forma desmedida. Encontré sitio en la barra. Ya podía tantear tranquilamente mi bolsillo así que deslicé mi mano y mis dedos palparon un buen puñado de billetes; hoy, el botín parecía suculento. El camarero acercó una jarra con leche que volcó en mi vaso mientras miraba el televisor, un programa de esos de noticias al instante, te lo contamos mientras está pasando o algo así. Un periodista acercaba el micrófono a una anciana que lloraba porque le acababan de robar. ¡Malditos ladrones! ¡Les rebanaría el cuello si me cruzara con alguno de esos! -escuché maldecir al camarero que ahora me miraba a los ojos con las venas del cuello ingurgitadas buscando mi aprobación. Lo complicado es saber reconocerlos -contesté con serenidad mientras me afanaba en eliminar unas manchas de chocolate del billete con el que me disponía a pagar.

domingo, 22 de agosto de 2010

El ciego.

Lo propio después de una carrera es que el corazón me palpitara de ese modo.
Pero después de llevar un buen rato inmóvil en aquel paso de peatones, entendí que no se debía a un sobreesfuerzo físico. Había salido temprano de casa. A pie, como todas las mañanas. En el maletín llevaba las notificaciones de despido de tres empleados; a decir verdad, de los tres últimos. Llevávamos un mes muy sangriento. El miedo a perder el puesto había enrarecido mucho el aire de la oficina. Aquí, en la calle, tampoco me resultaba fácil respirar. Me agarré al semáforo tratando de disimular mi malestar e hice como que esperaba. La luz viró de rojo a verde varias veces. Peatones a ritmo vertiginoso cruzaban de un lado y otro, tratando de defender su trayectoria. Noté enseguida que a nadie le gustaba que se le cruzaran en su camino. Un viento suave trajo las primeras gotas a un día que se cubrió de nubes con rapidez. Ahora, sin paraguas, mi quietud me dejaba al descubierto. Enfrente, un ciego se mojaba mientras dudaba qué hacer. Una persona se le acercó, le dijo algo y le ayudó a cruzar. Pasaron a mi lado mientras yo hundía la mirada en el suelo. Alrededor de mis zapatos empezaba a formarse un charco. El ciego dio las gracias y continuó su camino. Pronto me quedé solo, profundamente solo. Traté de inspirar fuerte, me protegí la cabeza con el maletín y crucé a toda prisa con el semáforo en rojo.

sábado, 21 de agosto de 2010

Prescindible.

El suelo de madera cruje mientras camino a través de la larga galería que separa la habitación del salón. En esta parte de la casa el aire está más denso y siempre está oscuro. Llevo una semana sin pisar la calle, día más, día menos. Desde que conseguí dejar de fumar estoy intentando prescindir de otras ataduras triviales de mi vida. De hecho, ya he conseguido eliminar la enfermiza obsesión de estar al tanto de la última noticia que acontece. Regalé la televisión a una asociación que vela por los desheredados sociales. A la portera, sin cruzar una palabra, le puse la radio en las manos y ella la agarró sonriendo sin entender. Hoy hace más calor. Tengo náuseas desde ayer. De hecho, cuando me tumbo siento una molestia por el estómago que me sube hasta la garganta. Me preocupa que esta noche el dolor se haya hecho constante. No he podido pegar ojo. Llevo mucho rato en posición fetal, sin posibilidad de movimiento. No sé exactamente cuánto tiempo habrá pasado. Hace una semana paré todos los relojes de la casa; desde entonces, siempre son las doce. ¡Dios! Este dolor está yendo a más. ¡Voy a vomitar! ¿Serán las doce una buena hora para llamar a un médico? Bien, eso haré. Pediré ayuda. Venga, tranquilo. Voy a sentarme. Eso es. Despacio. Vale, ya estoy apoyado en la mesita. Ahora sólo tengo que pensar qué hice con el teléfono móvil.

viernes, 20 de agosto de 2010

El timbre.

Esta mañana ha sonado el timbre de la puerta tres veces. No he abierto. Me despertó la primera llamada. Abrí los ojos y vi el techo de la habitación blanco, amplio, plano, sin referentes visuales al que agarrar la mirada. Esta visión se ha convertido en un sentimiento pegajoso que se me ha adherido a la piel sin esperarlo. La segunda y la tercera llamadas no han sido insistentes. La cadencia monótona del dedo del sujeto sobre el pulsador no me ha alertado que fuera algo importante sino que delataba más bien el trabajo gris de un funcionario del censo o similar, así que no me moví. Ya han debido pasar varias horas desde que el silencio se volvió a apoderar de la casa. Esta quietud me asusta. El horizonte existencial vacío me inquieta. Hablaré con el pintor que trabaja en la empresa. Creo que tres o cuatro puntos de colores bastarán para sujetar el vértigo de mi mirada.