sábado, 28 de agosto de 2010

El botín.

La calle seguía oscura mientras me cerraba el abrigo. Bajé las escaleras, cogí las llaves y cerré la puerta. Me abrí camino por el frío hasta la parada. En el primer autobús que pasó subí, sin indagar su itinerario, como otros tantos días. Me senté detrás de los dos únicos asientos ocupados y al pasar miré a las mujeres que los ocupaban; tenían su cabeza girada hacia la ventanilla y por el reflejo del cristal supe que ellas también me miraban. No las conocía así que me acomodé tranquilo. Tosí y abrí mi libro como el que va a leer. Cuatro paradas después ya había gente viajando de pie. Estuve atento a todos los movimientos. La última en subir fue una anciana que se fue abriendo paso con ayuda. Cuando llegó a mi altura, al que venía sentado a mi lado le dí en la rodilla con la mía y, aunque me miró receloso, ladeé mi cabeza hacia la mujer para advertirle y acabó cediéndole su asiento, aunque no sin cierta desgana. Entonces sonreí tan amplia como amigablemente pude y, mientras se acomodaba, me ofrecí a sujetarle su bolso, que al tacto parecía de piel y que en una ojeada rápida pude comprobar que tenía tres cremalleras muy accesibles y que por lo demás, no dejaba de ser un bolso vulgar. La mujer respiraba con resuello así que esperé un minuto antes de devolvérselo. Me contó que iba a ver a un hijo a prisión. Por poca cosa, hurto -dijo- pura necesidad, por sus niños. Iba a verle una vez al mes. Es un padre ejemplar, -repetía por segunda vez-. Le llevo tabaco, chocolate y algún dinero -y apretaba el bolso mientras me lo contaba. No era gran amigo de intimidar en estos casos, pero terminé contándole, creo, que llevaba dos años buscando empleo y tres, o tal vez dije cuatro, sin pagar la pensión de mis hijos a mi exmujer y, en cierto modo-le dije- entiendo de las dificultades de la vida. No sé qué otras cosas más hablé hasta que por fin la mujer hizo un ademán y adiviné su intención de bajar. La miré, callé y no me levanté para ayudarle. Bajé en la siguiente parada. Hacía tanto frío que entré en una cafetería abarrotada de hombres rudos que hablaban y fumaban de forma desmedida. Encontré sitio en la barra. Ya podía tantear tranquilamente mi bolsillo así que deslicé mi mano y mis dedos palparon un buen puñado de billetes; hoy, el botín parecía suculento. El camarero acercó una jarra con leche que volcó en mi vaso mientras miraba el televisor, un programa de esos de noticias al instante, te lo contamos mientras está pasando o algo así. Un periodista acercaba el micrófono a una anciana que lloraba porque le acababan de robar. ¡Malditos ladrones! ¡Les rebanaría el cuello si me cruzara con alguno de esos! -escuché maldecir al camarero que ahora me miraba a los ojos con las venas del cuello ingurgitadas buscando mi aprobación. Lo complicado es saber reconocerlos -contesté con serenidad mientras me afanaba en eliminar unas manchas de chocolate del billete con el que me disponía a pagar.

3 comentarios:

  1. Hola Miguel Angel. Despues de leer y releer tus cuentos me he decidido a comentarte. He conocido a dos personas que escriben o escribían (ahora no las puedo localizar) con tu mismo estilo, es algo que admiro, en pocas palabras haces que me sumerja en toda una gran historia y eso es muy dificil de conseguir, por lo menos para mi. Te sigo de cerca para no perderme ninguna de tus actus. Llegué a través de tu blog de fotos, pero al igual que me interesa la fotografía, la escritura es mi debilidad aunque lo mio son poemillas sencillitos. Si tienes tiempo me gustaría que visitaras mi otra página http://wersemei.es
    Quedo agradecida y reitero mis felicitaciones por tus cuentos.
    Un abrazo.

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  2. Bueno, a fin de cuentas, si a su hijo lo pillaron por hurto, solo demuestra una cosa: que era más torpe que tú, pero no mejor persona. Un ladrón, a fin y al cabo...

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