domingo, 22 de agosto de 2010

El ciego.

Lo propio después de una carrera es que el corazón me palpitara de ese modo.
Pero después de llevar un buen rato inmóvil en aquel paso de peatones, entendí que no se debía a un sobreesfuerzo físico. Había salido temprano de casa. A pie, como todas las mañanas. En el maletín llevaba las notificaciones de despido de tres empleados; a decir verdad, de los tres últimos. Llevávamos un mes muy sangriento. El miedo a perder el puesto había enrarecido mucho el aire de la oficina. Aquí, en la calle, tampoco me resultaba fácil respirar. Me agarré al semáforo tratando de disimular mi malestar e hice como que esperaba. La luz viró de rojo a verde varias veces. Peatones a ritmo vertiginoso cruzaban de un lado y otro, tratando de defender su trayectoria. Noté enseguida que a nadie le gustaba que se le cruzaran en su camino. Un viento suave trajo las primeras gotas a un día que se cubrió de nubes con rapidez. Ahora, sin paraguas, mi quietud me dejaba al descubierto. Enfrente, un ciego se mojaba mientras dudaba qué hacer. Una persona se le acercó, le dijo algo y le ayudó a cruzar. Pasaron a mi lado mientras yo hundía la mirada en el suelo. Alrededor de mis zapatos empezaba a formarse un charco. El ciego dio las gracias y continuó su camino. Pronto me quedé solo, profundamente solo. Traté de inspirar fuerte, me protegí la cabeza con el maletín y crucé a toda prisa con el semáforo en rojo.

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