Esta mañana, justo al salir de casa, mientras leía mentalmente el menú de problemas de otro día más, escuchó un maullido triste. Venía de arriba. Un gato pequeño lo miró al ser descubierto. Inquieto, hacía equilibrios por la rama de uno de los árboles que configuraba la línea de la avenida. Cada cierto tiempo se agachaba y sacaba una pata temblorosa al vacío y en cuanto medía el abismo que le separaba del suelo, retrocedía para maullar con más desespero. Pobre animal. De pie, en mitad de la acera, lo contempló un rato mientras sus oídos iban aclimatándose ajenos al estrés del bullir del tráfico. Los viandantes, serios y ateridos a estas horas, le esquivaban al pasar sin cambiar el ritmo de su paso; algunos miraban hacia el árbol sujetándose la bufanda como el que teme perder algo y, sin mayor interés, se volvían a mirarlo a él como foco de atención, como si un hombre trajeado y con un maletín de cuero en la mano no pudiera interesarse por un gato que maúlla en un árbol. Sin embargo, esta vez no se molestó. Inmóvil, pensó que cualquiera de sus hijos ya habría ideado un plan para socorrerlo mientras él sólo podía mirar. Y cuanto más miraba, más se reconocía en aquel minino: indefenso, frágil, temeroso, desvalido, vulnerable,…cansado. Tanto que, de repente y sin remedio, se dejó llevar por una inmensa necesidad de ser rescatado.
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